Nací cuando los Beatles ya habían conquistado el mundo y en la guerra de Vietnam, como en todas las guerras, a diestra y siniestra seguían muriendo inocentes. Al hombre le faltaban apenas unos años para realizar un pequeño gran paso en la luna. Me bautizaron, tal vez por necesidad, o por ejercicio enquistado de una inercia cultural; no importa. A pesar de las carencias materiales fui un niño relativamente feliz porque nunca me faltó un abrazo, un beso, y la posibilidad de soñar. Más tarde tomé la comunión y temía por mis pecados. La culpa me engendró miedos con rostros de fantasmas sangrientos. ¿Qué culpas puede tener un pibe a los nueve años? Otra de las barbaridades de la religión; ahora sí comenzaba a importar el peso de toda esa mierda. Desde los doce a los quince no tuve padre, y después lo recuperé, pero ya resquebrajado por una invalidez emocional. De haber tenido la edad suficiente lo hubiese votado a Alfonsín porque me creía radical, me entusiasmé con su carisma e inteligencia, ¿quién no? Me tocó la colimba con el número de sorteo 971; infantería de marina. Catorce meses tirados a la basura. Sin ser demasiado consciente, los valores de la vida ya me los había enseñado mi vieja que siempre estuvo ahí, apuntalando mi ética. No es necesario esa rutina castrense para entender de qué va la cosa; la vida real se conoce fuera de un batallón. Hasta los diecinueve o veinte fui creyente más o menos practicante, pero un poco después me volví agnóstico, tal vez influenciado por Borges o Asimov. Como ellos, ser ateo lo creía un acto de soberbia. Luego en el país se fue todo al carajo, y en ese remolino de incertidumbres, extravié las ideas, me perdí entre el ser y el no ser. Ya no quería saber nada de política partidista, entonces me transformé en un anarquista sin saber nada del anarquismo. Maté a Dios. Desde mediados de los ochenta hasta el inicio de los noventa me la pasé de changarín: peón de albañil, artesano, mozo, pintor de brocha gorda, ayudante de panadero, etcétera, etcétera. En 1989 incursioné en la poesía para nunca más dejarla. Me afeité la cabeza y olvidé los colores estridentes, me sometí al coqueteo con la escala de grises. Descubrí a los poetas malditos. ¡No! Claro que no fue por estar pelado que me empapé con los poemas de Rimbaud, Baudelaire, o el Conde Lautréamont, aunque mi nuevo look le dio un marco a mi espiritualidad de rebelión interior. Hasta ese momento, tuve ocasionales encuentros sexuales, y amores idealizados que inspiraban tristeza a la vez que se volvían una fuente “productiva” de arte. En mi bunker sobre la salamandra calentaba el agua para el mate, y leía y escribía bajo una lamparita melancólica; cuanto más angustiante, mejor. Almorcé y cené polenta de todas las maneras posibles. Me volví un maldito como a mí me gustaba. Flagelarse para crear, típica receta de iniciados o de ignorantes. Luego aflojé un poco con la noche y acepté un empleo estable, por lo tanto, un sueldo fijo que me facilitó el comprarme en cuotas mi primera cámara de filmar VHS, y así incursionar en nuevos lenguajes atravesados por una mirada más experimentada y menos barroca. También me sirvió para llenar un poco más mi heladera. Pasaron los años y a los treinta, ya cansado de transitar un submundo romántico, formé una relación sentimentalmente estable. Como quien cuelga un saco en un perchero, dejé a un costado mi lado más lóbrego y me dediqué a la vida convencional; no por ello menos atractiva. Durante más de una década, en cada elección impugné los votos, ejercí el escepticismo hasta que, en el noventa y nueve voté a De la Rúa. Un bluff con todas las letras. La hecatombe en el país, y otra vez el bajón ideológico, el apretón de huevos. El club del trueque fue un espejismo urbano que duró tan solo un instante, tan solo un instante. Pasado un lustro de relación, y después de idas y vueltas, definitivamente con mi novia cortamos el vínculo sentimental, y la vida en el planeta continuó fluctuando entre la estabilidad y el caos. En el 2002 estrené mi primera obra de teatro y nunca más abandoné esa experiencia superlativa. En el 2003 me enamoré, en el 2004 nos casamos. En la fiesta de casamiento fue la única vez que me vi junto a mis dos hermanas y mi hermano, los cuatro juntos. Nunca más atravesé ese cuadro familiar. Unos meses después de casados adoptamos un perro que vivió quince años. En 2007 tuvimos un hijo, el más hermoso de todos los hijos. Desde entonces defendí y defiendo a ultranza ese universo que me fortalece y me equilibra, que me completa. También en 2004, junto a mi pareja creamos el grupo de arte interdisciplitario Pisando Pliegos. Y al igual que en los inicios de ese proyecto hoy seguimos con las producciones artísticas impulsados por el mismo entusiasmo. Desde finales de los ochenta, cuando sufrí la primera decepción política hasta la actualidad dejé de creer en la posibilidad de un país mejor, excepto por un rato, en 1999 como señalé anteriormente. Ahora solo visualizo esa pulseada eterna entre el bien y el mal, entre lo que debería ser y lo que es. Conclusión: el problema de toda la humanidad son los humanos. Ya no es necesario conservar muerto a Dios porque ahora estoy completamente convencido de que solo se trató y se trata de una ficción para mantener a raya a los pueblos; otra barbarie de la especie. En definitiva, no se puede matar lo que nunca existió, por esa misma razón, paradójicamente mantendrá su vigencia hasta el fin de los tiempos. Hoy no tengo orgullo de patria en el sentido de un territorio demarcado, y de una cultura que a mí y a un pueblo identifique. Me cago en las fronteras, y mi patria rotundamente son las personas que quiero, los libros que leo, las películas que elijo mirar. Soy hincha de la selección argentina porque nací en un barrio extenso llamado Argentina, al igual que soy hincha de Estudiantes de La Plata porque me parieron en una metrópolis inspirada en una ciudad de Julio Verne, nada más. Nunca mataría a alguien por cruzarse el alambrado, en todo caso mataría al que alambró. En mi cuadra vive gente despreciable y gente maravillosa como sucederá en una calle de Seattle o de Johannesburgo, o de Santiago. Me gusta el himno argentino al igual que me gusta la Marsellesa. Y sin perder la idea de que se trata de un deseo ingenuo, la Internacional de los trabajadores me emociona mucho más. Comulgo con la definición de Jodorowsky: -Mi patria son mis zapatos. En este presente tan convulsionado, ¿y cuando algún presente no lo estuvo? solo me queda por apostar al feminismo, en su potencia de movimiento revolucionario. No es que imaginé el paraíso ni mucho menos, ya lo anuncié, soy un pesimista constante. Pero quizás ese tsunami femenino traiga un poquito de mejores días. Quién sabe, tal vez mientras escribo me voy volviendo un absurdo optimista. Con seguridad solo sé que tengo cincuenta y dos años y que aún no he visto nada; eso me gusta porque me mantiene alerta, con la capacidad de asombro intacta. ¿Mañana? Mañana concretamente sábado, entonces el mejor de los evangelios: asadito con amigos, vino tinto, y good show.